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Carmelamola ganadora en la categoría de Responsabilidad Social Corporativa

Una joven con síndrome de Down cosecha premios y clientela con las creaciones de bisutería que vende en Internet desde los 16 años.

En la vida y en el trabajo, Carmela no busca la rima. El verso suelto viene porque sí, ensartando cuentas en un alambre con sus dedos menudos. Su fórmula es un secreto. Una pieza de más, una sílaba sobrante, y la armonía naufragaría sin remedio. Cuando está inspirada, concentrada en su taller, inventa combinaciones nuevas. Cuando no, como hoy, que tiene visita, la chica de 18 años se refugia en alguna cadencia conocida: “Bola, chapa, bola, chapa, bola, chapa”. Así va enhebrando abalorios de esos que guarda por miles en botes de cristal. Y así nacen collares, pulseras, pendientes que luego bautiza con el nombre de una estrella, o de un pez, o de lo que ella quiera, para viajar dentro de una cajita roja desde A Coruña a cualquier lugar.

El arte se tiene o no se tiene. A unos les toca y otros jamás alcanzan a escuchar la música de los astros. Y en la lotería genética, a Carmela, Carmen Álvarez Rodríguez, le tocó ese don, y un cromosoma extra que decidió formar terceto donde se esperaba un par.

La noticia de su síndrome de Down cayó en tromba en la familia el día en que nació. Pero a partir de ahí sus padres, Ana y Manuel, reconstruyeron “todo” su mundo. “¡Quién lo iba a imaginar entonces!”, clama satisfecha la madre: “Carmen es un tesoro. La artista de la familia. Solo hubo que ayudarle a buscar su camino”.

El trío de cromosomas es el sello de su marca, Carmelamola, fundada hace dos años y medio y reconocida con premios como el eWoman al mejor negocio de Internet, otorgado el pasado octubre. La historia de la firma es bien conocida en su ciudad. La niña, que ahora estudia cuarto de ESO, debía desarrollar la llamada “psicomotricidad fina” y todos los ejercicios le aburrían. Hasta que Ana, paciente, peleona, infatigable en eso de buscar retos nuevos para estimular a su hija, tuvo la gran idea: a la cría lo que más le fascinaba eran los colgantes de su madre. ¿Por qué no ejercitar esa coordinación de las manos y la vista elaborando ella misma los collares?

Carmelamola echó a rodar en la habitación del piso familiar que acabó transformándose en taller. Las joyas que hacía Carmela quedaban tan bonitas que Ana se las ponía para ir a trabajar. Las compañeras le preguntaban, y ella presumía de hija. “¡Cómo mola Carmela!”, le decían. El nombre vino de ahí, y después de que la muchacha empezase a recibir encargos nació la web a través de la que ahora vende en España y el extranjero.

Todos participan: Sara, la hermana menor, mantiene la página; Manuel fotografía las piezas; Ana las remata y despliega un férreo control de calidad. Pero el ingenio y el trabajo los pone Carmen. Durante el confinamiento, se pasó horas y horas engarzando piedras, conchas, cuero. Entonces, para ella, el mundo dejaba de girar.

En el último certamen de la Xunta de Galicia para nuevos creadores, Carmelamola llegó a la final. El jurado no sabía que era una muchacha con síndrome de Down. En la documentación tampoco figuraba que su lámpara de trabajo lleva una lupa de aumento porque tiene 12 dioptrías y cataratas.

“Qué chulo es lo que haces, Carmela”, la piropean. “Pues sí”, responde ella sin despegar la mirada del cristal de aumento con el que ensarta cuentas de agujero microscópico. “De veras que es precioso”, le dicen. La chica levanta la vista, observa a su interlocutor con una chispa en los ojos y le espeta: “¡Mira que eres pelota!”.

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